A veces la tentación de tirar la toalla es casi irresistible. Resulta tan tentadora, provocativa, cautivadora la imagen de esa toalla cayendo sobre la lona, a cámara lenta, provocando su aterrizaje una deflagración de cientos de diminutas gotas de sudor, afiladas y saladas, mezcladas con sangre, que terminan diseminándose en el aire, como anaranjadas pompas de jabón.
La esquina del perdedor, siempre refulgente de ánimos y caricias al púgil derrotado, los besos de una mujer ahora aliviada a pesar del magullado cuerpo de su hombre, las atenciones y los cuidados, todo ese micromundo de humanidad, contrasta con la soledad del vencedor: solo bajo la cascada de luz blanca y humeante en el centro del cuadrilátero, con los dedos mirando al cielo eléctrico, y el rugido de un público deseoso de canjear sus billetes de apuesta por dinero, es el momento de los negociantes.
La bolsa viene cerrada con una soga que a partir del triunfo se anudará alrededor del pescuezo del vencedor, que ya no es libre para separarse demasiado de la guarida del dinero, si no quiere perecer asfixiado por el negocio. El precio de la victoria es un intercambio de níquel por lágrimas, el vencedor ahora no es un hombre: es un titular, un vídeo de YouTube, un juego de la PS, el muñeco de los puños de oro.
La bolsa del derrotado no pesa tanto, pero deja paz al tiempo que despide a su propietario. Los que pierden no son virales, no tienen cara en los diarios deportivos y su nombre se va difuminando entre la manada de gloriosos 'vencedores por minuto' que va produciendo el mundo.
La libertad absoluta es no sentirse culpable por contradecirse, no dar vuelta atrás a escondidas, poder volver por donde has venido con la conciencia tranquila, sereno y desandando el camino, forcejeando entre el tráfico contrario: caravanas de robots que miran con la obsesión pintada en el rostro a un sueño, a una imagen idealizada del triunfo, sin observar el paisaje que se extiende en las lindes del camino.
Cuando las yemas de los dedos hormiguean ante la presencia cercana y palpitante del objetivo, prestas a iniciar unas caricias codiciadas, imaginadas y ambicionadas, no es extraño que el encanto desaparezca, se auto-destruya la ilusión en las postrimerías de la victoria, que se revela en ese momento vitalicio como la parte final de un camino en el que la vida se ha ido quedando atrás, jugando, enredada con los vencidos que has ido apartando, empujando a los confines de la vereda, que ahora, lejana y solitaria, empieza a ensombrecerse a la espalda del vencedor, que suele cruzar la linea de meta en soledad.
En ese cruce de caminos previo al gong, la disyuntiva entre la toalla, arrastrada por la gravedad a un estallido de fluidos que desperece la abotargada cabeza de sueños ahora menos importantes, o el eterno camino hacia el centro del ring, hacia el baño de luz cegadora y flashes que arañan las córneas a cuenta de la gloria que prometen, tan repetida como rápidamente olvidada, ignorada, dada por supuesta; en ese cruce de caminos, tirar la toalla a veces es la victoria, la victoria que permite ganarse a uno mismo, que permite tener aquello que la piel necesita: caricias; que a la vista alimenta: belleza doméstica y habitual; que el corazón precisa: amor.
Pero...
A veces la tentación de asestar el golpe definitivo, el ko del oponente, en busca de la gloria luminiscente y enfervorizada en el centro del cuadrilátero es casi irresistible...
Comentarios
Publicar un comentario