El cine que me gusta es de sesión continua. El cine que me atrapa es uno que ya no existe. El del rugir del proyector en la habitación abierta al patio de butacas, sobre las cabezas de los agazapados en la fila de los mancos.
El cine Vizcaya estaba en la calle San Francisco, en Bilbao. Atravesando el puente Cantalojas, en dirección a la oscuridad lírica y húmeda de Bilbao la vieja, buscando la silueta de la iglesia de San Antón, que vela por el sueño de la ría del Nervión desde su puente de piedra. Transitando por la acera izquierda, y tras rebosar el bar Linaje, en pocos metros podías detener el paseo para recrearte con las fotografías, que tras un cristal, mostraban barcos piratas recortando sus velas sobre la luna llena, intrépidos romanos con sus capas, rojísimas, ondeando al viento que sacude los helechos, veloces y destartaladas diligencias huyendo entre los cactos de los aulladores pieles rojas de Toro Sentado, a la Marisol ye-yé que había dejado de ser niña para convertirse en artista, y lucir como un engatusador reclamo de deseos pecaminosos...
Cuando accedía aquellos domingos de mi niñez, con la abuela Maruja, al interior del Vizcaya, siempre imponía mi deseo de pasar frente a la puerta de la sala de proyección; aún la puedo ver: alicatada hasta el techo con azulejos blancos, ruidosa y esparciendo un oxidado olor a química y a hoguera.
En aquellos años, no se comía en el cine, aunque todo el mundo lo hacía, pero se podía fumar. El haz de luz que se empotraba contra la pantalla, se hacía visible gracias al humo de Ducados y Fortunas.
Olía a chicle, a saliva y a azúcar. Las pipas clandestinas croaban cual ranas, y sus cuerpos huecos y rajados se amontonaban en el suelo, protestando cuando las pisaban.
La linterna del acomodador buscaba butacas vacías y manos indómitas y aventureras, dedos con el esmalte roto en las uñas que rascaban sobre la piel suave de un pecho de vello incipiente; manos torpes y ávidas que tanteaban la carne creciente que se desbordaba por los límites de los sostenes; aquellos alguaciles de la moralidad perturbaban la paz de los labios, de aquellos labios que no eran sino alevines de amantes.
Yo era muy niño para aquellos oficios, y mi abuela Maruja me mantenía alejado de la bacanal de las últimas filas, pero sabía o al menos intuía lo que allí ocurría.
En la segunda película de la tarde me tocaba despertarla, pues se quedaba indefectiblemente dormida, ignorando las triquiñuelas de Antonio Ozores y Toni Leblanc para timar a sus semejantes en una de aquellas comedias brillantes y de moralidad pordiosera de la España del tardofranquismo.
Cuando los siete hermanos acaban a puñetazos con sus siete contrincantes, dando al traste con la construcción del granero, al ritmo de las melodías de Gene de Paul, el cine arrancaba en un estrepitoso aplauso regado con risas y bravos.
En cambio, la indignación se dibujaba en los rostros de los que observábamos como Henry Fonda llevaba a una muerte segura a los suyos en la fascistoide pero grandiosa "Fort Apache". En otro tiempo el cine se vivía a flor de piel.
El cine Vizcaya ya no existe, cuando era niño dejó de existir y no me di cuenta durante años de que allí están muchos de mis primeros recuerdos. La abuela Maruja tampoco está, y en los cines ya no hay fila de los mancos, ni ronroneo en la sala de proyección, ni linternas, ni sesión doble, ni pipas en el suelo, ni olor a chicle, ni fotos de barcos piratas, diligencias ó romanos flanqueando la entrada, ó en el lateral junto a la taquilla, tras un cristal, en el caso del Vizcaya, bastante sucio.
Aquél cine que yo añoro, aunque apenas conocí, ya solo está en los sueños de los mayores, y en el propio cine.
La nostalgia. Buenos recuerdos. Debes ser muy mayor o tener buena memoria. Te has dejado las pajilleras, alternaban este cine con el Colón (al principio de la calle Zabala, junto a Buti). Te has dejado el gitano que se asomó a la primera fila del paraíso, de “arriba” y meó a los espectadores de “butaca de patio”. Te has dejado las peleas y cuando venían los “chivas”. Etcétera, etcétera. Yo también iba al Vizcaya, sin abuela pero con unos primos que vivían justo enfrente. Lo has contado muy bien.
ResponderEliminarNo soy tan mayor creo, jejeje... Debía tener entre 7 ú 8 años. Fuí durante años muchos domingos con la abuela, Tengo recuerdos muy vagos, pero si que me acuerdo de la cabina y de las fotos de las películas. A las pajilleras y demás no me acuerdo, seguramente no sabría ni qué era aquello. Calcula que sería el año 1978, 79... yo tengo 46 años.
EliminarSaludos y gracias.