No es fácil aceptar que ha pasado otro año, que el diecisiete ha sido sustituido por el dieciocho y que me zambullo en la certeza de seis años sin noticias.
Imposible no tener colgando de las retinas la imagen del último día, su adiós quería parecer temporal, pero sonaba a definitivo, como el adiós a esas ciudades en las que sabes que la felicidad ha sido tan plena, que nunca volverás, pues no es posible que vuelvan a ser tan hermosas, cálidas y acogedoras; y eres consciente de que sólo queda decepción, nostalgia y frustración en sus calles si te empecinas en un retorno.
La vida hizo un regate de los suyos, apuntó hacia el este y su esperanzador comienzo de todo, y disparó sus designios hacia el norte, proyectando nuestros sueños hacia un horizonte negro y apocalíptico, hacia la nada.
Ignoro si los kilómetros que se extendieron entre nosotros resultaron rehabilitadores para ella, lo que si puedo certificar es que yo me curé, aunque dudo mucho de que su ausencia haya tenido algo que ver con ello.
Pero el silencio no tiene nada de sanador, ni de reconfortante; no importan nuestros males antiguos ni nuestras medicinas crónicas. Tampoco el aislamiento de noticias al que me sometió y que tanto dolía al principio, y que durante un tiempo pensé que sería un obstáculo definitivo en mi camino hacia la normalidad tenía sentido en tales circunstancias.
Cuando no hay culpables, el castigo se torna arbitrario y cruel, insidioso y malsano, inútil y ofensivo. Así me sentí durante meses, casi años: herido, insano, ofendido; y no sé porqué la solución tenía que ser tan negra y abstracta.
Abro un libro y me tropiezo con su letra, la fecha parece que fue escrita hace siglos, pero lo cierto es que la tinta está aún fresca, y la visión de su sonrisa con el "felíz sant Jordi" brotando de sus labios aún rebota contra las paderes de mi cráneo.
El otro día pasaron una película por la tele, cuando la vimos en el cine no me gustó, pero la vi hasta el final sin prestarla atención. Sigue siendo una mala película, pero es otra ráfaga de vida que aún palpita en mi interior. Y obliga a las preguntas de siempre: ¿en qué año la vimos?; y al levantamiento de los recuerdos: aquél cine ya no existe, después comimos una hamburguesa y nos fuimos a la cama, a la que fue mi casa y hoy es el laberinto de mi pasado más ocre y contaminado.
Los años han pasado, ella no ha vuelto, creo, y yo sé que nunca iré a verla; igual prefiero no saber nada más, tener la convicción impuesta, cobarde y cómoda de que está bien, igual que yo.
¿Qué hubiese ocurrido si el peso del mundo no se hubiese precipitado sobre nuestras cabezas?, ¿si en el momento más determinante no hubiese estallado el equilibrio que sin darnos cuenta íbamos perdiendo?. Cada uno se derrumbaba con la vista incrustada en los ojos del otro, sin escuchar ni ver, sintiendo en ficción, a golpes de amor, de instinto, de placer. Siempre ocupados en evitar mirar nuestra decrepitud creciente.
Siento que el tiempo se nos fue, no vimos llegar el caballo de la hecatombe y cuando quisimos tirarnos al suelo, era demasiado tarde y sus herraduras se habían clavado en nuestras cabezas, nos arrasó; y entonces, como si hubiésemos estado acostados en el epicentro del terremoto, todo se desmoronó y la razón ajena tomo las riendas de nuestras vidas menguantes.
¿Sabes qué?, creo que fuimos los últimos en enterarnos de que nuestro sol era oscuridad, y los únicos que nos veíamos morenos eramos nosotros, cuando la palidez y el raquitismo ya se había hecho con nuestras osamentas.
Estamos en dosmildieciocho, y estamos bien, brindo por ello con agua de lluvia, y que cuando estemos peor, estemos como hoy.
¡Feliz año nuevo nena!
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