Últimamente los sueños le devoraban, se quedaban con él en lugar de difuminarse a los pocos segundos de despertar. No eran pesadillas, no, eran otra cosa: como una edición desordenada de fragmentos de su vida que tenían una terrorífica similitud con la realidad, parecían profecías pero sonaban a advertencias, o tal vez certezas que insinuaban que aún estaba a tiempo de frustrar.
Durante la jornada volvían a él una y otra vez: en el trabajo, en el baño, atrapado en un atasco con los tertulianos en la radio del coche gritando su soflama impuesta a los cuatro vientos, no conseguía escaparse de aquellas amenazas oníricas.
Le agujereaban el cerebro con flashbacks de episodios verídicos, un leitmotiv de arrepentimientos que componían una sinfonía de dolores consumados y hasta ahora regateados que no dejaba de sonar, solemne y fúnebre, amenazante y en cierto modo burlona.
Había probado con la tila y la valeriana, con remedios de la abuela y con pastillas de baja intensidad química, de las que anuncian en la tele: no se podía vivir con miedo a soñar, pero tampoco rehuyendo la realidad de sus circunstancias, provocadas por un pasado que ya no tenía remiendo pero que tampoco tenía por qué corromper un futuro que aún no había nacido, y que no tenía sentido que naciese muerto.
Se sumergía en el bullicio en busca de ruido, pretendía buscar en las conversaciones atropelladas de los bares, un inhibidor de frecuencias para su cerebro, para su conciencia sibilina. No se daba cuenta de que le hablaba su instinto de supervivencia.
La soledad no tiene por qué ser cosa de números, en la multitud es donde más solo se está en muchas ocasiones, y no es la algarabía remedio para los enfermos de soledad.
Sus sueños de estos últimos días intentaban certificar su diagnóstico en base a los excesos cometidos, excesos en miedo y egoísmo a partes iguales, pero también desidia e irresponsabilidad. El éxito en la vida no se mide en euros, ni tampoco en conocimientos, las citas de los literatos mueren con la última sonrisa socarrona y taimada del orador pedante de turno, que repite arengas con las que no interactúa, convirtiendo el discurso en un sermón más o menos bien esculpido, pero al fin y al cabo, un sermón.
Empezaba a hacerse preguntas, y las lágrimas venían a sus ojos muchos años después de la última visita de la sal a sus lacrimales. Era alguien tan pragmático que jamás pensó que pudiesen interesarle todos aquellos clichés de telefilm ñoño de sobremesa como empezar una nueva vida, dar carpetazo, pasar página o nunca es demasiado tarde.
Cerraba los ojos aniquilado por el agotamiento y Morfeo volvía a declararle la guerra: le arrojaba a la húmeda y pantanosa arena de su vida y le enfrentaba a sus recuerdos convertidos en leones adormilados a los que con un poco de valor, podría derrotar y salir por la puerta grande en busca del resto de su vida, que aún quedaba camino.
Se despertaba dos horas antes que el despertador y empezaba a echar de menos lo que ignoró durante años de vivir de las rentas de una juventud que siempre juega con ventaja, años de sentir la eternidad como un patrimonio inagotable, una herencia cobrada de la vida, del linaje austero e insigne de su familia diseminada y desaparecida, gente sin consejos en la boca ni abrazos en los cuerpos, sin besos en los labios ni generosidad en el corazón, gente ajena e individualista, como él.
La pregunta era dónde encontrar el valor, el coraje que ahora descubre que nunca tuvo. Todos esos sueños no dan respuestas, solo plantean preguntas incómodas y señalan acontecimientos que hasta hace poco agonizaban en la mazmorra del olvido, escarban en las conciencias aún sin formar, como hacen los buenos profesores, o los malos, no lo sé.
Llenó la taza hasta arriba de café, lo tintó con un poco de leche y se quedó pensando en el día que tenía por delante, podía ser uno más, o podía ser el primero, podía empezar a hacer algo, podía escuchar a sus sueños en lugar de intentar asfixiarlos, podía hacerse preguntas... y buscar respuestas, dejar de ser un beligerante derrotado.
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