Cada madrugada mira al horizonte. Sabe que mimetizado contra la negrura del cielo se erige una cordillera montañosa que le parece tan lejana, tan inalcanzable... casi como si estuviese en los confines del infierno.
Cuando el sol brota en forma de fuego y se eleva sobre aquellas cumbres, el cielo se tiñe de un rojo rosáceo, como si una hemorragia de sangre, de vida, manase de las yagas que se abren entre las nubes grises azuladas de la mañana incipiente.
Entonces él sueña con alcanzar el lado oscuro de la sierra, aquellos parajes ocultos en los que el sol se esconde a dormir, para al despertar, llenar el mundo de luz. Le gustaría conquistar ese lugar al otro lado de la montaña, donde todo renace cíclicamente: la vida y un nuevo día en el que todo puede empezar de nuevo, pero que él sabe que siempre termina siendo un día igual que el anterior, y que el anterior, y que el anterior...
Aquel lugar tan lejano, tan cercano, es la alegoría de la esperanza en sus pensamientos, en sus pesares.
Siente que es la tierra del nacimiento de todo: de la luz, del color y del calor; también de la vida y de la esperanza, de un nuevo día y de una nueva vereda, si tuviese el valor suficiente para recorrer la tierra baldía que le separa de allí y empezar de nuevo, o tal vez, simplemente de empezar.
Pronto cumplirá los cincuenta y aún no sabe nada sobre la felicidad: si existe o si solo es una suerte de religión que utilizan los amos de la voluntad de los hombres para atarlos a un sueño quimérico que les mantenga alejados de pensamientos libres y realistas, presos de una esperanza vana y retráctil, que se deja ver como un espejismo de suerte y entusiasmo, para acto seguido esconderse en profundidades cenagosas y escarpadas.
Ha cumplido con su parte del trato: vive en una casa que no se acuerda cuando terminará de pagar al banco, ha tenido dos coches que marcan su nivel de éxito o fracaso, ha visitado parques temáticos y bares de moda, ha comprado los productos que no necesita aunque como todos pensaba que sí, plantó un árbol en el colegio, lo que le exime de uno de los principios básicos de un hombre para dejar huella de su paso por el planeta, dejó de soñar el día que las preocupaciones apartaron a las ilusiones a codazos, y la sensación de que el tiempo pasa sin reparar en sus sueños de juventud es ya una constante en sus mañanas de observar como sangra el cielo.
Se emparejó con unas pocas mujeres buenas a las que no quiso, a las que no hizo feliz, y que sin duda no merecía, pero hoy solo le quedan imágenes de rostros podridos de rencor, y el recuerdo oxidado de algún buen rato de fugaz lujuria y unos cuantos excesos juveniles que sabe imposibles de repetir.
No se atrevió a amar a las que sí quería, y vio como terminaban desapareciendo entre el bullicio de rostros y cuerpos que compiten en el mundo por apropiarse de un instante de dulzura, de alegría, de amor.
Dejó de creer en los reyes magos, y por eso no escribe cartas, aunque sigue esperando que algo bueno le ocurra. Siente que la inercia de su existencia le lleva a un recorrido en círculo, por lo que no es de extrañar que siempre pase por los mismos lugares que no le hacen feliz, y que siempre vea las mismas caras de indiferencia, escuche las mismas frases hechas, se encoja ante los mismos signos de interrogación dibujados en puertas cerradas y se detenga en los mismos semáforos, siempre en rojo.
Ya no cree que el mañana que empieza a derramar su auténtico color de esperanza, que no es otro que el rojo furioso del amanecer, le vaya a deparar algo que no sea rutina, y nunca encontró en su interior la fuerza suficiente para arriesgar y mirar al otro lado de la puerta, escalar la montaña con lo puesto, saltarse el semáforo en rojo y sortear a los fantasmas de las navidades futuras, que son los que verdaderamente dan miedo.
Esta noche es noche vieja, y mañana volverá a encenderse el brasero del cielo, y un año nuevo nos desafiará, los valerosos plantarán batalla, los cobardes intentarán esconder su fracaso en subterfugios y coartadas para excusarse ante ellos mismos de que no podían hacer otra cosa, de que la vida es así.
El año nuevo no es más que un número en ese bucle frenético que es el tiempo, pero puede ser una excusa para sacar fuerzas de flaqueza y alcanzar la cima finalmente, abrir la puerta resolviendo el interrogante y acceder a un mañana diferente, ignorar al semáforo y buscar entre el tráfico la valentía noble de Sigfrido y derrotar a los fantasmas.
Os deseo a todos, que el nuevo año (aunque solo sea un número) os haga héroes como Sigfrido y venzáis las desavenencias, sintáis las caricias de los que os quieren, y que afiléis las lenguas para hacer sentir vuestro amor en la piel de aquellos a quienes queréis, que no haya montaña inaccesible ni semáforo en rojo que os detenga bajo el chaparrón.
¡¡¡Feliz año 2020!!!
Precioso relato...............
ResponderEliminarIgualmente para ti Addison. Feliz año y nos seguimos leyendo en 2020 por supuesto
Un saludo
Por supuesto que seguiremos por aquí, aprendiendo unos de otros y dando a la tecla.
EliminarSaludos y gracias.
Rostros podridos de rencor: cómo me suena eso.
ResponderEliminarUn abrazo, Addi.
Un fuerte abrazo Gonzalo. Pero explicame eso.
EliminarLo dejo así, Addi, si no te importa. Abrazos.
EliminarPrecioso relato y preciosa felicitación. Tus deseos para todos en este año son los mejores. Se suelen desear cosas intrascendentes, como el personaje de tu relato, cosas que más que desear nos hacen creer que deseamos. Hay que aprender a liberarse y desear solo lo que realmente conduce a estar un poco más a gusto con nosotros mismos (lo de la felicidad lo dejo para los cuentos de hadas).
ResponderEliminarUn beso y un año a la medida de tus mejores deseos.
Gracias Rosa, eres más que bienvenida que decían en una película/libro.
EliminarTe deseo lo mejor, y que nunca falten historias con las que alimentarnos.
Un beso y feliz año nuevo.
Feliz año Addi. Seguimos teniendo ilusiones, hasta el final incluso.
ResponderEliminarFuerte abrazo,
La ilusión es la razón de ser si lo piensas bien.
EliminarPerdón por el retraso en la respuesta.
Un abrazo Javier.