El último superviviente del pueblo, es la hora de partir.


Sacó la foto del marco de plata en el que llevaba lustros durmiendo y la miró tristemente antes de meterla en la maleta. En ella se veía a sí mismo, veinte años atrás, abrazando a Maricarmen. Sonreían al objetivo enfundados en sus disfraces de invitados a la boda de Pelayo y Susana. Maricarmen aún sujetaba el ramo que la novia había lanzado al aire y que consiguió capturar tras una encarnizada batalla con las otras solteras del pueblo. Lo que nunca dijo es que Susana le había aleccionado sobre la dirección en la que lo lanzaría, para que lo pudiese coger su mejor amiga... aún así, la tradición no se cumplió.

Aquél día estaba preciosa, él extrajo una de las anémonas lilas que construían el ramo junto a unas coloridas flores silvestres, y la prendió en su cabello, no podía dejar de besarla. Mientras miraba la fotografía, le parecía escuchar a la orquesta tocando un viejo tema de Los Rodriguez.

"De un tiempo lejano,
a esta parte ha venido perdido,
sin tocarme la puerta,
un recuerdo entrometido.
De un tiempo olvidado, 
ha venido un recuerdo mojado, 
de una tarde de lluvia,
de tu pelo enredado"

Recuerdos entrometidos que se introducían en la casa para golpearle con sus reproches, sus 'ya te lo dije' y sus menos beligerantes 'nunca es tarde'. Pero lo cierto es que sí, que era tarde, que ya no era el joven de la fotografía, que Pelayo y Susana habían abandonado el pueblo un par de años después de la boda, cuando cerró la escuela y a Pelayo el pedrisco le arruinó la cosecha del 99. Que las anémonas se murieron dentro del ramo de Maricarmen y que ella no pudo más; le rogó que se fuesen juntos, podían empezar una nueva vida en la ciudad, aún eran jóvenes y se querían. Le dijo que en el pueblo no había futuro, ni para ellos ni para nadie. Ahora entendía que entonces el pueblo ya era el esqueleto de un cadáver al que solo le faltaba pudrirse en paz, con la dignidad que solo puede dar el olvido y la soledad. 

Maricarmen se fue, subió al autobús una tarde de lluvia, con el pelo enredado, ojala fuese un tiempo olvidado, pero no, es un reproche más, un arrepentimiento que truena en sus sienes, repicando como las campanas que anuncian que una nueva víctima entra en el infierno. Comprendía demasiado tarde que el pueblo se había convertido en su infierno, pero que las campanas ya no tenían voz, no había feligreses y el padre Isaac fue trasladado a una parroquia pequeña en un barrio de la capital, ni siquiera Dios quería quedarse allí.

Cerró la puerta del dormitorio y antes de salir entró en la habitación de sus padres, aún flotaba el fresco aroma del jabón de mamá. Ellos también dejaron el pueblo, papá murió hace varios años, sus ojos vidriosos miraban a los campos y lloraban viendo como ambos morían, él lo haría un poco antes que el único paisaje que conoció, mejor así. Mamá vive con Luisa, su hermana menor, una desconocida para él que desde niña entendió que el pueblo no era sino el susurro de una parte de la historia que pronto sería olvidada, el ocaso de una forma de vida que se extinguía, salió siendo menor para estudiar en la universidad, y ya nunca regresó.

Ahora le toca partir a él, demasiado viejo aunque el calendario diga lo contrario, demasiado cansado a pesar de seguir teniendo músculos fuertes y bien engrasados, demasiado decepcionado a pesar de haberlo intentado, porque lo había intentado con todas sus fuerzas.

En las calles solo quedaba el silencio para despedirle, ahora sería el único y mudo habitante del pueblo. Al pasar por la plaza lloró mirando a la fuente de los cinco caños, seca desde que se contaba el jornal en pesetas. La falta de mantenimiento había convertido el empedrado que daba acceso a la iglesia en un espeso bosque de helechos y cardos. Al pasar por el cementerio se despidió de los suyos, ya no se podrían apartar del olvido, lo que tal vez sea un alivio para ellos.

Se llegó hasta la carretera general a esperar al autobús, ya había hablado con la compañía y el conductor pararía junto al molino viejo para recogerle. Se sentó en el suelo y observó su maleta, era una vieja maleta marrón, sin ruedas, y en ella iba toda su vida, cuarenta y tantos años que cabían en una vieja maleta, pensó mientras volvía a abrazar la foto de la boda de Pelayo y Susana y miraba a Maricarmen sonreír, con su flor lila prendida en el cabello.


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