Tres días en Piran, Graciella, un atardecer rojo y una pulsera de cuero - Las paranoias de Addi


El sol de la atardecida, como si de un calamar en fuga se tratase, iba dejando tras de sí un flujo carmesí que pintaba furiosamente el cielo que hacía de bóveda infinita sobre la ciudad de Piran. Entre la hoguera del cielo, un barco de vela navegaba perezosamente... y lo hacía con ella dentro.

Apoyado sobre el murete que rodea la Iglesia de San Jorge, que domina las vistas sobre el Adriático y fabrica el silencio nocturno que se extiende como una brisa por la ciudad, oteaba el horizonte sangriento y pensaba en ella, echándola de menos dolorosamente, como si hubiese perdido al eterno amor de mi vida y no una historia efímera que empezó apenas treinta horas atrás.


La tienda de recuerdos de Graciella está enfrente del puerto de Piran, cuando abandonas la Plaza de Tartini y sigues el rastro de las embarcaciones atracadas y danzantes, a la izquierda del camino se hunde en la piedra y reclama tu atención con un tenderete vistoso y colorido lleno de baratijas y recuerdos tópicos y típicos de la ciudad.

Decidí entrar y comprar algún suvenir. La dependienta leía en un rincón de la tienda, levantó la mirada y sus ojos me dijeron quién era sin necesidad de preguntar, no ocultaba su edad, cercana a la mía, ni buscaba en el maquillaje un viraje a tiempos pasados. Los ojos, de color avellana, sonreían y parecían bailar con sus labios, que se curvaban dejando al descubierto una dentadura de niña, blanca y cuidada que otorgaba al rostro una tierna y sonriente sensación de inocencia.

Compré unos imanes, una taza y un colgante. Después me quedé mirando las pulseras, había una de cuero que me gustaba, negra, trenzada, con dos tiras verdes a ambos lados. Me gusta le dije, volvió a sonreír. ¿Podrías recomendarme algún lugar para comer por aquí?, pregunté, aunque ya había decidido intentar que comiese conmigo. Si te gusta la comida italiana hay uno muy bueno aquí mismo.


Aceptó mi invitación, echó el cierre y salimos hablando de la belleza de Piran. Me lo tienes que enseñar todo, le dije, asintió y su risa sonaba a adolescencia.

En Okrepcevalnica Delikatesa probamos el risotto y el pescado, bebimos vino blanco de la tierra y compartimos un buen trozo de Crostata de mermelada, después caminamos por la ciudad. Registramos todos y cada uno de su cantones, de sus callejuelas y nos deslizamos por debajo de sus arcos de piedra medieval. Subimos por las escaleras de adoquines hasta las murallas y visionamos, al atardecer, la silueta de las almenas del castillo recortándose sobre un cielo que empezaba a sangrar.


En pleno descenso desde el cielo, pasamos por la iglesia de San Francisco de Asís, entramos y caminamos por el claustro, junto al pozo la besé, me besó, la cogí de la mano y nos fuimos a beber pintas de Guinnes a un recóndito pub llamado Cakola donde pinchaban música eslovena. Bailamos y reímos, bebimos y fumamos, y nos fuimos a casa de Graciella, donde la noche se deslizó entre el escaso hueco que quedaba entre nuestros cuerpos hasta que el sueño nos venció.






Cuando el sol invadió la habitación, Graciella se estaba vistiendo, tenía que irse corriendo para abrir la tienda. Volví a recorrer el pueblo, subí a la iglesia de San Jorge y dejaba que mis ojos se perdiesen en la línea del horizonte, donde el mar y el cielo se juntan y mezclan ante la vista. No sentía la tierra bajo mis pies.


A última hora de la mañana volví a la tienda de Graciella, quería volver a verla, a escucharla y a besarla. La tienda estaba cerrada, empecé a caminar, confuso, por el puerto. La ví con un tipo mayor, viejo. Tenía pinta de italiano, alto, delgado, con un cráneo calavérico rapado al uno y un rostro tenso de facciones radicales. Vestía un traje de seda gris y una camisa de lino blanco cubría su piel tostada, una medalla grotesca de oro se enredaba entre el vello grisáceo de su pecho. Extendía una mano de esqueleto hacia Graciella para ayudarla a subir al barco, un pequeño velero que pronto zarpó alejando la ilusión de mi.


La tarde fue triste, silenciosa y solitaria, no me imaginaba a nadie más solo que yo, que desde ese viejo muro, viendo a la tarde herir al cielo, a la vera de la iglesia de un santo con el que comparto nombre, que no gloria - yo no he derrotado a ningún dragón, no he derrotado a nadie - empezaba a auto compadecerme de manera patética. Decidí bajar a Cakola, beber Guinnes y cuando no pudiese más volver a mi hotel y dormir, olvidar. O al menos intentarlo.

El camarero me conoció y con la mirada me preguntó si estaba solo, la espuma de la cerveza se pegó a mi labio superior y el frescor amargo del líquido me sentó bien, solo quería abandonar Piran, la ciudad que unas horas antes me enamoró, donde de manera fugaz fui feliz, demasiado feliz, demasiado incauto.


Sonaba la misma música que la tarde anterior, las canciones que bailamos un día atrás. No has venido a por la pulsera, pensé que te gustaba, y no te la pienso cobrar, si quieres te ayudo a ponértela. La miré, había vuelto, esta vez fui yo quien sonrío, Me la pones en la muñeca izquierda por favor. No pregunté ni Graciella me dio explicación alguna, a la mañana siguiente no abrió la tienda y paseamos todo el día. Nos cruzamos con el italiano, me miró con cara de odio, me gustó lo que sentí. Nos despedimos un día después en la estación de autobuses, Graciella me regaló una lágrima amarilla. Gracias, susurré. ¿Por qué?. Por la pulsera

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